Un día hace algún tiempo, que no recuerdo cuando fue, me desperté sin muchas ganas de ir a la universidad. Les juro que no fue ayer. Como estudiante responsable, opté por tomar el camión a las 10 de la mañana como todos los días…y bajarme a la mitad del camino para ir a alguna plaza. Mi plan era muy simple, leer un libro, comprar un helado y pasear por un par de tiendas a ver que encontraba que me pudiera distraer un poco del estrés de los proyectos y exámenes de medio semestre.
Así que ahí estaba yo, bajándome del camión una docena de paradas antes de la facultad. Al salir de mi casa había olvidado mis gafas en el comedor, y por el sol procuraba mantener la mirad baja. A punto de entrar a la plaza noté una pequeña figura verde brillante en el suelo. Era un colibrí con las alas abiertas y panza arriba. No es raro ver animales muertos en la ciudad; perros, gatos, palomas y hasta ratas; generalmente procuro mantener mi distancia por el olor y para evitar contagiarme de alguna enfermedad. No sé si fueron las plumas que por el sol brillaban demasiado o el hecho de que siempre haya tenido debilidad por los colibrís, pero me agaché en seguida junto a él para verlo más cerca. Estaba respirando.
Enseguida entendí. El pobre animalito estaba insolado. Por la manera en que me había puesto en cuclillas junto a él, ahora al menos tenía un poco de sombra. Durante un minuto lo observé, pero más allá de la respiración no notaba ningún otro tipo de movimiento, ni siquiera un espasmo de alguna de sus alas. Tomé un lápiz de mi bolsillo y lo toqué con el lado de la goma para ver si reaccionaba. El colibrí no hizo más que contraer débilmente una de sus patas como si intentara alcanzar algo. Con los ojos cerrados como los tenía, parecía más estar sufriendo que estar durmiendo.
Hice lo que probablemente cualquiera hubiera echo y lo recogí. De haberse quedado ahí, probablemente hubiera muerto de insolación o alguien lo hubiera aplastado. Nadie quiere ser el que aplaste un colibrí en la calle. Lo coloqué en la palma de mi mano y lo abracé con la otra para que no se cayera. Era realmente pequeño. Entré a la plaza. Me dirigí a un pequeño puesto de dulces y pagué por un néctar de mango que convenientemente venía con un popote. Había poca gente a esa hora así que encontré fácilmente un asiento vacío en el área de comedor. Como el pequeño colibrí no se movía más allá de su pesada respiración, lo coloqué sobre la mesa. Tan pronto me senté y dejé mi mochila cuidadosamente en otra silla, abrí el jugo.
No me había detenido a pensar como se le da de beber a un alguien inanimado. Me imaginé a mi mismo insolado e inconsciente y de pronto a alguien echándome agua en la cara para intentar reanimarme. Supuse que lo más que podía hacer por el momento es humedecer un poco su pico y esperar a que con la sombra bajara un poco su insolación. No pasaron ni 5 minutos cuando el colibrí comenzó a abrir lentamente los ojos y a esponjar sus plumas. También comenzó a respirar más rápido. Claramente estaba asustado. El hecho de que yo en reacción haya colocado mis manos alrededor de él para evitar que se cayera de la mesa no ayudó a calmarlo.
Decidí colocarlo de nuevo sobre mi palma izquierda y abrazarlo suavemente con los dedos para intentar darle el jugo. Se sentó tímidamente sobre mi mano y me miró con un ojo. Sumergí un extremo del popote en el jugo y tapé con un dedo el otro extremo para sostener una pequeña cantidad de líquido dentro del tubo. Lentamente acerqué el popote hacia su pico mientras volvía a abrazarlo con los dedos para que no intentara alejarse.
El colibrí no hizo nada. Tan solo continuó respirando pesadamente. No sabía si me estaba observándome a mi o al popote a menos de un centímetro de su pico, pero parecía no importarle en lo más mínimo. Me recordó a mi mismo momentos después de despertar de una siesta un poco muy larga mirando a una esquina del cuarto sin saber realmente que es lo que estoy viendo, o quien soy, o por qué demonios sigo soñando con los ojos abiertos; como en las clases de las 8 am. No sé realmente como funciona la mente de un ave, pero me imaginé que la sensación de confusión abrumadora sería aun peor los momentos inmediatos a una insolación.
Decidí soltar una gota sobre su pico, esperando que algún reflejo lo hiciera intentar beber lo escurrido. Me dí cuenta que no tenía idea de cómo ni cuánto bebía un colibrí. La mayor parte del jugo se había caído, pero su pico estaba más humedecido. Supuse que ahora estaría mejor, así que decidí dejarlo en paz un poco y dejé que continuara recuperándose sobre mi palma.
Cada vez se veía más animado. Comenzaba a respirar mas lento y mover más su cabeza. Me veía con un ojo, luego con el otro. Sentía sus patas moverse suavemente contra mi piel, como si intentara cambiar a una posición más cómoda, pero ningún indicio de querer volar. Un par de niños curiosos se acercaron para ver qué es lo que tenía entre las manos. Les conté que lo había encontrado afuera de la plaza en el suelo bajo el sol. Me preguntaron si podían tocarlo. Me sentí un poco mal al negárselos, pero no quería molestarlo demasiado y arriesgarme a que lo lastimaran. En su lugar les permití que se acercaran para verlo mejor ¿Cada cuánto tiene uno la oportunidad de admirar tan de cerca a un animal tan maravilloso? Ninguna foto del National Geographic se puede comparar con tú ver con tus propios ojos a alguna de esas criaturas tan extraordinarias. Los colores verdes tan brillantes, degradados turquesas, plateados, un rojo por aquí y por allá. Era increíblemente pequeño.
Después de un rato regresaron a su mesa a darle una mordida a su hamburguesa y luego al área de juegos, con la energía de quien no lucha por comer, encontrar sombra y sobrevivir. Me pregunté que edad tendría el colibrí y cuando fue la última vez que vio a su madre; la última vez que sintió el calor de un nido y probó un bocado regurgitado sin tener que hacer él nada…¿o ella? “Vaya que somos unos consentidos” Pensé. “Nuestras vidas son tan diferentes y sin embargo aquí estamos”.
Ahora que reflexiono sobre ese momento hace algún tiempo que les juro no fue ayer, no puedo evitar reírme. Toda vida es efímera. Unas más que otras, es cierto. Todos los seres vivos somos increíblemente pequeños. Unos más que otros, es cierto. Pero aquel colibrí hoy ya no me parece tan pequeño. Tal vez yo soy el pequeño y eso no me molesta. A veces no es tan malo ser un poco intrascendente. Uno mira a las montañas, al mar, a las estrellas y le da tranquilidad pensar que hay entes mas grandes, que todo acaba. A veces inminente, a veces súbitamente. Así como acabó mi encuentro no tan efímero con aquel colibrí no tan pequeño, que de repente abrió sus alas y se levantó en vuelo.



